martes, 22 de julio de 2008

Cartas a Paul: Kapitel 6

Naturaleza: del rostro al cuerpo

Podemos entender ahora un poco mejor lo que supuso la remodelación que David realizó de la representación de los cuerpos en el siglo XVIII. Inició el camino hacia la desestabilización del pintor, que no puede refugiarse en las mencionadas jerarquías. Su movimiento y su cuerpo no pueden formar parte de cuadro, pues no comprende en qué se puede asemejar con las estructuras desmenuzadas y extrañas que representa. Estas transformaciones: la introducción de la espalda en el arte, la ocultación del rostro o la transformación del rostro en paisaje y más tarde del cuerpo en paisaje culminarán con la aparición de lo sublime en el arte, regido por el desasosiego ante la desestabilización.

Lo sublime está lleno de fantasmas, fruto de la visión borrosa de un artista desconcertado. La eliminación del rostro, la no identificación, nos lleva a verlos y preocuparnos. Resulta muy importante darse cuenta de que David ya introdujo fantasmas de peso en su Bruto.

Esta relación entre fantasmagoría, claroscuro y eliminación del rostro se hace más clara al revisar la definición que Jean-François Lyotard hizo de la categoría de lo sublime:

“Llamaré moderno al arte que consagra su pequeña técnica, como decía Diderot, a presentar qué hay de impresentable”

El dilema de hacer posible la representación de lo invisible se transforma desde entonces en uno de los principales motores del arte hasta nuestros días.

La representación plástica de lo sublime tiene un íntimo vínculo histórico con las artes de la palabra y principalmente con la poesía, pues en la primera mitad del siglo XVIII, el concepto se aplicaba principalmente a la teoría y crítica poética. La extensión de este concepto hacia otras formas de creación artística como la pintura o la escultura se desarrolló paulatinamente a lo largo del citado siglo. Para estos ámbitos los artistas buscaban inspiración en textos proverbialmente considerados sublimes. De algún modo, ante el reto que supone sin duda la representación de lo invisible, el artista buscará la seguridad que le proporcionan los textos clasificados como sublimes. Así el texto pasa ineludiblemente a formar parte de la obra misma, al menos en un sentido virtual.

Estos textos se transforman en la actualización de las fuentes griegas y romanas a las que se recurría ante el pavor de una figura desnuda. Los artistas del XVIII recurren a ellos con el mismo objetivo, la garantía de seguridad, esta vez no por el miedo a los instintos, sino por el temor ante lo desconocido, ante los fantasmas y lo no visible. Resulta irónico que el propio artista tenga que recurrir a otros campos para explicarse fenómenos que son de su propia creación, como se verá posteriormente.

Retomando lo dicho, los artistas buscan la seguridad en los textos que son la máxima expresión de la sintaxis que se relama en todo cuadro desde los tiempos de Alberti. Con la llegada de David, que introduce elementos como desestructuración o desenfoque, los signos que se han ido acuñando a lo largo de todos estos siglos se disuelven y el pintor no sólo desconcierta al espectador, sino a sí mismo.

Esta explicación nos puede servir para comprender mejor las razones que llevan a Paul Valéry a decirnos que “todo arte vive de palabras”.

Arte y palabra: El arte necesita del sustento sintáctico de la palabra. Hasta el momento yo me he referido al texto como fuente ineludible de todos estos artistas. Sin embargo, Valéry nos abre la vía del texto como garantía de permanencia de la obra artística. El arte es capicúa, comienza y termina por el texto, ya que al final toda obra necesita una respuesta inmediata o meditada.

Así es la crítica de arte defendida por los críticos: un género necesario para organizar “los discursos que acuden al espíritu ante los fenómenos artísticos”. Según Valéry un artista que aspire a grandeza debe resumir su experiencia en forma de verdades escritas que le permitirán emprender las obras más complejas que pretenda abarcar.

La solidificación de los preceptos de los artistas según Valéry no se da en forma de falena nocturna (imago) si no en forma de escritura. Recurriendo a metáforas manidas, parece que el artista necesitase pinchar sus conocimientos en un corcho y encerrarlos en una vitrina. Al mismo tiempo, su obra, un nuevo imago, también pide a gritos ser pinchada, para poder ser conocida a fondo y pasar a la historia del arte como algo más que una mariposa que bate las alas un par de veces antes de perderse en la noche.

Otros teóricos, como Th. W. Adorno, ratifican la posición de Valery hasta el punto de considerar la crítica artística como la etapa final inherente a toda obra artística de éxito:

“Toda obra significativa deja huellas en su material y en su técnica; seguirlas es la vocación de lo moderno en tanto que lo oportuno, no: husmear qué hay en el aire. Esto se concreta mediante el momento critico. Las huellas en el material y en los procedimientos a las que se adhiere toda obra cualitativamente nueva son cicatrices, los lugares en que fracasaron las obras precedentes. Al sufrir ahí, la nueva obra se dirige contra las que dejaron las huellas; […] el contenido de la verdad de las obras de arte está fusionado con su contenido critico.” ◊

Tras estas afirmaciones ratifico la posición que defendí ya en otro trabajo: la necesidad de estabilidad a través de un texto en el que basarse y otro que imprima la imagen de la obra en el libro de la historia, responde a la voluntad de eternidad occidental. No existe mayor seguridad que la que nos proporcionan los ecos de nuestro nombre resonando a través de las habitaciones de la Historia, unificadas bajo el mismo patrón.

La necesidad de traducirlo todo en signos que proporcionen corrección sintáctica hasta lo que siempre será incomprensible nos lleva a fijarlo todo. Nos lleva incluso a considerar que la belleza de los paisajes-cuerpos de los pintores románticos reside en la divinización que hombres antiguos hicieron de ellos al darles nombre. La escritura se transforma en un fijador que asegura la dominación de las almas, por la vía de la embriaguez o el aplastamiento.

“¿Es acaso que el secreto de este encanto de los sitios está en cierto ser acordes las figuras y las luces, en una armonía cuyo imperio sobre nosotros es tan poderoso e ininteligible como pueda serlo el de un perfume, una mirada o un timbre de voz? ¿O depende de un desconocido eco de las emociones de hombres muy antiguos -los que divinizaban aquí o allá los objetos más notables de la naturaleza (fuentes, rocas, cimas, grandes árboles) y que sin saberlo, por el acto mismo de aislarlos y darles nombre, y por la especie de vida que le infundían, hacían de ellos verdaderas creaciones de arte: el arte más antiguo, que es simplemente el de sentir nacer una expresión de una impresión, y a un instante singular convertirse en un monumento de memoria- favor insigne de una aurora o de un ocaso prodigioso, horror sagrado de un bosque, exaltación de las cumbres desde donde se descubren los reinos de la tierra?”¹

Esta afirmación de Paul Valéry nos sirve para retomar la nueva posición de los artistas ante la Naturaleza consistente en investigar el origen antropomórfico de sus representaciones.

Con la desestructuración de los cuerpos a partir de la transformación de la pintura que hizo David estos son sustituidos por sus soportes, se arrastran por el suelo, por la hierba, y acabarán identificándose con el paisaje. Me atrevería a considerar que la transformación del cuerpo en Naturaleza es el resultado a la aparición de constantes fantasmas refugiados en el claroscuro o en el contraluz de pinturas como El Bruto, como se verá más adelante. Es importante recordar que las melancólicas pinturas, las sublimes, o las espaldas románticas, no tienen otro origen que la objetualización que David hizo de sus modelos buscando su inexpresividad y ocultación del rostro.

A lo largo de los años, “la Naturaleza” en las Bellas Artes ha alcanzado la categoría de mito, es decir algo constantemente mutable, caracterizado por un movimiento que siempre desconcertará a occidente. Valéry se refiere a ella como un personaje que aparece bajo mil máscaras. Que puede ser todo o nada. Se oculta a la mirada de conjunto y desafía en el detalle; recurso, obstáculo, señora, sierva, ídolo, enemiga y cómplice. Está en todo momento junto al artista, a su alrededor, con él, contra él… y en su mismo seno enfrentada a sí misma.

Esta necesidad de compararla con una mujer, “señora, sierva” ya nos da pistas del origen corpóreo de la Naturaleza. Sin embargo, existen dos vías para esta mutación:

La primera surge a partir del rostro. Es una concepción tradicionalista, potenciada por la visión humanista del Renacimiento. En ella el rostro humano se concibe como principio de paisaje, y acaba ocupando todo el cuadro. Como demostré con el ejemplo de la clase de anatomía, el rostro es la clave para la compresión del mundo desde la perspectiva del ser humano. El hombre se ha ocupado de interiorizarlo y situarlo en el culmen de la jerarquía del cuerpo humano.

Por tanto, el origen de la “cabeza paisaje” lo encontramos en la sacralización del rostro del hombre, hecho a imagen y semejanza del poder supremo, de Dios. En el lado opuesto está la boca abierta, mayor expresión del grutesco, la informidad incomprendida por un hombre que busca ojos y boca en todo lo que le rodea.

Resulta interesante reflexionar en este punto acerca de la pieza de carne, que junto con la boca abierta, es uno de los mayores objetos de culto de Francis Bacon. Son representantes auténticos del grutesco, de la informidad y la “mancilla” que se puede ejercer sobre los objetos de culto. Sin embargo, tal y como se dijo anteriormente, si la pieza de carne es el producto de la apertura en canal del cuerpo, que sólo de este modo puede ser aprehendido al completo, ¿qué es la boca abierta si no una nueva manifestación de la carnalidad y una forma de rajar un rostro idílico?

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