martes, 22 de julio de 2008

Cartas a Paul: Kapitel 7

El claroscuro y la fantasmagoría:

Con la pintura de David entramos en un movimiento de desacralización del rostro que Paul Valéry parece confirmarnos al hablar de las “máscaras de la naturaleza”. David no raja el rostro, si no que, de nuevo, basa la desestructuración en la interposición de un objeto, la máscara. Ese objeto que se interpone es una forma de oscurecer el aura que le hemos atribuido al rostro durante tantos años. Las máscaras pueden incluso ser sustituidas por paños, como sucede con la figura doliente de una mujer sentada en El Bruto. Ella da vida a la expresión “ser un paño de lágrimas”, metáfora que resume la reforma brutal de David: la expresividad misma sustituida por los objetos.

En este cuadro podemos apreciar el uso que David hacía de la luz, a hachazos, muy potente, similar a la iluminación que se estaba utilizando en las obras de teatro. En el grupo de mujeres de la derecha, la iluminación es muy fuerte, igual que en las academias ha abandonado su posición cenital y ahora taladra los cuerpos, los solariza y convierte en perfiles planos herederos de las vasijas griegas. Es una iluminación hija de las Revolución Industrial.

Me ha parecido más llamativo que el grupo de mujeres, toda la zona de penumbra, lugar de fantasmas que va a ser el origen de todo lo que vendrá después.

David opta por pintar a contraluz al personaje que da nombre a su obra, Bruto. La sombra le oscurece el rostro que se transforma en una masa incomprensible y desestructurada. El personaje parece absorto en sus cavilaciones, hasta el punto de haberse transformado en una prolongación de su soporte, como una estatua de sal. David acaba con la idea tradicional que sacraliza el rostro, oscurece el antiguo rostro de Dios, y lo convierte en una puerta abierta que invita a que las fantasmagorías inunden el cuadro.

El pintor, no satisfecho con esto, incluye una figura más inquietante aún que el contraluz ha transformado en silueta: la diosa. La máxima manifestación del poder de la divinidad en la vivienda romana, en lugar de engrandecerse, aparece como una figura amenazante para el espectador.

Debemos tener en cuenta que en el siglo XVIII empieza a ser común la proyección de imágenes fantasmagóricas en pequeños teatrillos, en las que se emplea sólo luz, no hay soporte previo. Se trata de imágenes desestructuradas, de seres deformes, inquietantes… Todas ellas no son más que una forma increíble de potenciar el imaginario de la gente de la época, que fue creando un bagaje importante de fantasmagorías que proyectar en los rincones más desestructurados y oscuros posible. Al fin y al cabo la imagen es una intersección de dos imaginarios: la imagen proyectada en el soporte, pura materia, y la imagen proyectada por el espectador.

Podemos suponer que la manera de representar la diosa, que tiene su explicación historicista en el hecho de encontrarnos en los albores de la Revolución Francesa, no es otra cosa que una provocación y una manipulación. Sin embargo, las repercusiones fueron, y siguen siendo, mucho más profundas de lo que probablemente David hubiera imaginado: sentó las bases de una pintura (cultura) de fantasmas, que se siente constantemente amenazada, y la explicación para ilustrar la transformación del cuerpo en Naturaleza.

Los cuerpos-naturaleza caen al suelo, pues las cuerdas que los sustentaban en posiciones erguidas y expresivas han sido cortadas. Ahora muestran la orografía de su espalda al espectador o se arrastran por el suelo. Incluso se transforman en la fría piedra o madera que los sustenta. Los cuerpos que ahora pegan el vientre a la tierra se transforman en la naturaleza misma, gracias a un sistema expresivo, el claroscuro. Este claroscuro que ha introducido David contraponiendo figuras solarizadas y fantasmas es el mismo que transforma esta materia oscura, humana y desestructurada en lo sublime de la naturaleza.

Para ejemplificar todo lo que hemos tratado podemos recurrir a la versión que Valéry nos ofrece de Corot y su forma de enfrentarse a la naturaleza.

“La naturaleza, modelo para Corot; pero modelo por diversos conceptos. Primeramente representa para él el extremo de la precisión conforme a la luz. Cuando llega a pintar sitios velados por brumas, árboles con vaporosas cabelleras, las formas evanescentes suponen siempre las nítidas, obnubiladas. La estructura yace bajo el velo: no ausente, diferida” ¹

Valéry lo retrata como un pintor que escruta en lo inacabado las explicaciones necesarias; en los retales, en el resquicio de humanidad de las sombras de los titanes alumbrados por la perfección del ojo renacentista. Se centra en los elementos incomprensibles por no asimilarse a los preceptos renacentistas y los analiza, y ¿qué se encuentra?, fantasmas.

Además de la fantasmagoría, Corot ilustra otra forma para entender la naturaleza como cuerpo:

“Hemos dicho que Corot quiere ante todo servir a la Naturaleza, obedecerla con toda fidelidad. Pero a continuación aspira a pretenderla. Como el instrumento cede a requerimientos del virtuoso vibraciones más exquisitas y más cercanas al alma de su alma, así quiere Corot obtener de la Tierra ondulada y dulcemente sucesiva, o claramente accidentada, del Árbol, del Bosquecillo los Edificios o las oras de la Luz, “encantos” cada vez más comparables a los de la propia música” ¹

La naturaleza ahora es cuerpo y el artista que lo asimila necesita horadarla de la misma manera que haría con su forma primigenia. El artista la objetualiza, la posee, quizá en un resto de la obsesión psíquica por el desnudo que tanto nos turbaba antes. En este resto está la prueba irrefutable.

Ahora que sabemos que las fantasmagorías conducen a la sublimidad en la naturaleza, es necesario acotar dichos términos y comprender un poco mejor la relación entre el claroscuro y la estética de lo sublime.

Lo sublime: La reflexión sobre la categoría estética de lo sublime se desarrolló formalmente desde mediados del silo XVIII como oposición y complemento a la categoría de lo bello, hasta entonces principal motivo del pensamiento estético. Fue entonces cuando se estableció y reconoció un nuevo gusto, un nuevo entendimiento de la experiencia estética caracterizado por la ambigüedad e indeterminación que implica asociar lo placentero con situaciones y estados del espíritu vinculados a una cierta negatividad emocional (horror, locura, éxtasis…); o cuando menos ligados a cuestiones como lo misterioso o el poder inconmensurable de la naturaleza. Estos temas no podían ser asimilados según el gusto estético anterior, que, dominado por el imperativo clásico de lo bello, negaba todo aquello que implicase desproporción, desorden o caos.

A partir del siglo XVIII lo sublime y su opuesto categórico, lo bello, constituyeron un sistema antitético esencial hoy en día para comprender los criterios estéticos y artísticos de todo el arte posterior.

Desde sus orígenes, el concepto de sublime fue variando con el tiempo:

“Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolo y peligro, es decir todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa d manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime” ●

En líneas generales, el desarrollo estético de lo sublime hasta finales del siglo XVIII se consideraba una categoría de sensibilidad y gusto estético. Sin embargo, con el paso del tiempo, desde una categoría más global, hay quien considera la idea de lo sublime asumida en la corriente general del pensamiento y gusto occidental.

Se distinguirían cuatro períodos claves: desde la Grecia clásica hasta mediados del siglo XVIII, que está dominado por la categoría estética de lo bello; a continuación el que se corresponde con la estética kantiana y el idealismo alemán y finalmente el romanticismo, cuya categoría fundamental es la de lo sublime; finalmente aquél que iniciado en el romanticismo tuvo su culminación en la reflexión de Freud, y cuya categoría dominante fue la de lo siniestro:

“La hipótesis general respecto a ese “avance” es la siguiente: la reflexión estética occidental, registro nacional y consciente de los caracteres de la sensibilidad occidental, nuestra orientación definida hacia la conquista para el placer estético de territorios de la sensibilidad especialmente inhóspitos y desasosegante: su “progreso” se mide por la capacidad que tiene de mutar en placer lo doloroso y en conceder a esa mutación el concepto estético adecuado” ●

La estética del claroscuro y su relación con lo sublime: Por definición, el claroscuro se refiere, en un sentido plástico, a la representación de los valores de iluminación en una obra.

Es un elemento de la representación que desde el Renacimiento se convierte en fundamental a la hora de permitir reconocer el espacio físico y los cuerpos que en él se encuentren. Resulta chocante que el claroscuro que por definición es un elemento capaz de acotar límites y favorecer la identificación sea también un puente hacia la fantasmagoría, como se verá más adelante.

La luz es el origen de este fenómeno que se creó por y para la pintura y luego se filtró por todas las demás manifestaciones artísticas. Además de hacer visibles las cosas del mundo aporta a estas la cualidad de corporeidad y expresividad. Esto sucede gracias a dos factores: la existencia de un observador sensible al espectro lumínico y la existencia de ese mismo espectro reflejado en los cuerpos. El primer factor es ineludible, consustancial a la experiencia visual y al mismo tiempo aporta connotaciones “culturales” a las nociones del claroscuro. El segundo, habla de la necesidad de que concurran diversas circunstancias para que dicha percepción visual sea posible.

“Longino observa que si situamos en líneas paralelas, en el mismo plano, un color brillante y otro oscuro, el primero salta hacia delante, y parece mucho más cercano al ojo. Por tanto debemos señalar que, cuando los pintores quieren dar cierta proyección a una parte de la figura, arrojan sus extremidades a la sombra; y así, estando estas retiradas de a vista, las partes intermedias tendrán su justo relieve.”

Desde el punto de vista plástico, pese a su considerable capacidad de “modelado”, no interesan tanto los valores extremos de la noción de claroscuro (blanco y negro) como la gran cantidad de valores intermedios entre ambos colores. De hecho, es principalmente en el manejo de del contraste de tonos y luces, propio de las técnicas claroscuristas, donde encontraremos el principal fundamento para las formulaciones estéticas prerrománticas y románticas.

En este punto puedo decir que, sin duda, en el Bruto de David, la indeterminación del rostro del personaje que da nombre a la obra, o el brazo que en penumbra emula una garra resulta inquietante. Es una figura que prepara al espectador para adentrarse en el corazón de su bestiario interior, despertando un recelo que se confirmará cuando sus ojos se posen en la diosa amenazante, inquisidora.

Las connotaciones del claroscuro y el recelo del que hablamos tienen un origen cultural, debido al carácter simbólico que sus elementos adquieren por separado. En los extremos de la dialéctica claroscurista (total oscuridad o total iluminación) los objetos y el espacio difícilmente pueden percibirse. Sin embargo, estos dos extremos forman parte de lo que podríamos llamar “ley claroscurista” inherente a la tradición occidental que se expresa en términos de asociación de la luz con lo positivo y la oscuridad con lo negativo.

A ojos de los planteamientos academicistas heredados del Renacimiento la desestructuración que realizaron de la pintura artistas como David es un gran pozo de negatividad al que corresponde la absoluta penumbra. La misma oscuridad otorgará el Romanticismo a una naturaleza arrolladora que se nutre de esos cuerpos desestructurados.

En los tratados claroscuristas que asolan Europa en el siglo XVIII se le otorgan nuevos significados a los binomios blanco-negro, que se empezarán a relacionar respectivamente con luz-oscuridad, y bello-feo, lo que enmarca al claroscuro en una tradición teórica, a pesar de que, como se ha dicho anteriormente, sus orígenes fueron puramente funcionales.

Schopenhauer llegará a considerar que en todas las religiones a luz es símbolo de la salvación eterna, mientras que las tinieblas son el emblema de la condenación. De esta forma queda confirmado que el influjo teológico occidental, como en todas las cosas, es el auténtico origen de estas consideraciones, y por extensión el incitador de fantasmas que finge erradicar.

Sin embargo, no siempre la identificación de lo divino con lo sublime se expresa en términos de máxima iluminación:

“La oscuridad debe ser tal que quede realizada por contraste, de modo que se haga más perceptible. Debe estar a punto de vencer una última claridad. Sólo la semioscuridad es mística. Y su impresión se perfecciona cuando se asocia al elemento auxiliar de lo sublime” ●

En resumen, podemos considerar una “ley general del claroscuro”, construida dialécticamente a partir de términos opuestos, como una instancia de la experiencia sensible y emocional de nuestra cultura occidental.

La escuela del claroscuro acaba transformando en opuestos dos estilos artísticos, Neoclasicismo y Romanticismo, que como se ha dicho antes, no hacen sino escindirse el uno del otro. La trágica irrealidad del romanticismo se basa en la ambigüedad que proporcionan la penumbra y oscuridad y potencia la sublimidad de una obra. Sin embargo la sublimidad hace ecos de la desestructuración de la pintura neoclásica y de la caída de los cuerpos.

Así visto, lo sublime tiene su origen en la caída, la caída al pozo, al vacío (máxima expresión de oscuridad) o del cielo al infierno.

“A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo, tan enteramente ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de vistas sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado. Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos embrujado…

Pero lo que más me desconcertaba y confundía era una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro, sobre tres líneas azules borrosas y verticales, en medio de una fermentación innominada. Ciertamente un cuadro aguanoso, empapado, pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable que le pegaba a uno por completo al cuadro.” *

La iconografía de lo sublime permite al artista y al espectador reflexionar acerca de su situación existencial y emocional, así como de lo demoníaco y lo divino. Para ello se inspira en las más extremas situaciones que experimenta esta naturaleza corpórea o en los tradicionales pulsos con lo divino, la muerte y la locura. Este interés por los temas oscuros de la realidad, lejos de ser una temática ajena al pensamiento de la época, está profundamente enraizado en los mismos postulados racionalistas de los que surge, llegando a ser un rasgo propio del pensamiento ilustrado el atender tanto a la razón como a lo irracional.

Lo sublime se levanta de su caída para representar con la ayuda del claroscuro “a pleasant kind of horror” y encarna una atracción indiscutible en el ser humano que hace de ello un lugar de análisis de lo inexplicable. O debería decir “elucubración proyectiva”…

Es por ello que el claroscuro se convierte en la solución formal a un problema de representación fruto, a su vez, de una necesidad estética esencialmente aforística: intuir presencias o representar lo irrepresentable. De entre los elementos del claroscuro, la sombra será el lugar idóneo para que queden sugeridas aquellas presencias de índole terrible que son postuladas bajo la categoría de lo sublime.

De los fantasmasComo ya se dijo anteriormente, los espectros en pintura se nutren de imagen e imaginario que el propio artista proyecta y el espectador, recoge y transforma con un carácter plenamente subjetivo.

Como bien dice Paul Valéry, para que un artista proyecte, debe observar, siendo ese acto el de mayor hondura, “casi mística”, dice el escritor. El artista observador debe enfrentarse a sombras y claridades que en la realidad observada forman sistemas y problemas particulares que no dependen de ninguna ciencia ni refieren a ninguna práctica. Sin embargo “obtienen toda su existencia y su valor de ciertas concordancias singulares entre el alma, el ojo y la mano de alguien nacido para sorprenderlas y producirlas en sí mismo”.

Observar es percibir, pero hay ciertos matices a la hora de referirnos a dicho mecanismo, y es que si en el proceso no se obtienen resultados extremos, en general las sensaciones son únicamente estados de paso. Por excesivo que resulte el término, las sensaciones son constantes abortos que apenas nos permiten desarrollarlas dentro de su propio grupo y en todo su potencial.

Sin embargo hay ciertos momentos en los que nuestro sistema perceptivo se estimula lo suficiente: ante las visiones de los fantasmas, ante aquello que no comprende el ser humano, que precisa de toda su atención para establecer correlaciones.

“Ciertos fenómenos considerados anormales (porque no podemos utilizarlos y por el contrario estorban a menudo la percepción útil) nos hace concebir la sensación como término primero de desarrollos armónicos. El ojo produce como respuesta a cada color otro color, simétrico del dado. Me parece que existe una propiedad análoga, pero mucho más sutil en el ámbito de las formas. Y llego hasta a pensar que el ornamento es en su principio reacción natural de nuestros sentidos en presencia de un espacio desnudo, en el que tienden a colocar lo que mejor sabría satisfacer su función receptora.” ¹

El ornamento actúa de la misma forma que el fantasma, se transforma en un vacío en el que poder pensar, un trampantojo, garantía quizá de misticismo. La relación entre ornamento y fantasma podría justificarse también con la constatación de que ambos elementos funcionan por mera acumulación, no constituyen más que un amontonamiento de elementos que el tiempo se encargará de devaluar.

Para enfrentarnos al fantasma necesitamos cargar nuestra mirada de imaginario. Una vez reconocido esto ya podemos preocuparnos de desmenuzar su origen: la fantasmagoría.

Fantasmagoría es, por definición, el arte de hacer aparecer espectros o fantasmas por ilusiones de la óptica. Este es un término forjado para designar un espectáculo hoy completamente olvidado pero de extraordinaria fortuna en todo el siglo XIX, a consecuencia de su paso del sentido literal a unos sentidos metafóricos variados.

El creador de la fantasmagoría fue Etienne Robert, más tarde Etienne Robertson, que en germinal del año VI (marzo 1798) inauguró en el pabellón del Echiquier un espectáculo, Fantasmagoría, que atrajo multitudes. Posteriormente se vio obligado a desplazarse a otros lugares porque en dicho pabellón un espectador tuvo la audacia de pedir la aparición de la sombra de Luis XVI. Pese a todo, los espectáculos de Robertson tenían bastantes similitudes, igual que las alocuciones previas correspondientes, que arrojan bastante luz sobre la fantasmagoría y su relación con lo sublime. Pues,¿qué eran sino la necesidad de “a pleasant kind of horror” lo que atraía al público a esos espectáculos?

“En cuanto yo dejaba de hablar, la lámpara antigua, suspendida por encima de la cabeza de los espectadores se apagaba, hundiéndolos en una oscuridad profunda, en unas tinieblas terribles. Al ruido de la lluvia, del trueno, de la campana fúnebre que evocan las sombras de sus tumbas, sucedían los sonidos desgarradores de la armónica; el cielo se descubría, pero recorrido en todos sentidos por el rayo. En una lejanía muy remota, parecía surgir un punto misterioso: se dibujaba una figura, primero pequeña, luego se aproximaba a pasos lentos, y a cada paso parecía hacerse más grande.” ◦

El éxito de la fantasmagoría fue arrollador, por eso es indiscutible que los asistentes a los Salones de Pintura proyectasen esas terroríficas imágenes en vacíos que tienen la necesidad de ser llenados.

Al mismo tiempo, ciertas prácticas fruto de los avances en el campo de la óptica, como los que realizó Robertson, permitieron modificar la percepción visual del universo, y abrir en el seno de lo visible, cuyas bases habían sido sentadas en el Renacimiento según las leyes de una perspectiva antropocéntrica, unas lagunas propicias a la manifestación de otra visibilidad, que se libra de las limitaciones del principio de realidad, y por ello susceptible de soportar los mensajes de este mundo prehumano que es la base de los fantástico.

Recordemos que hablaba anteriormente de la desestructuración de David como principio de creación de fantasmas. A lo que nos referimos con desestructuración es a la brecha abierta en los cánones de representación renacentistas, que se han erigido como los únicos representantes del sentimiento occidental. Abrimos en canal estas formas antropocéntricas para adentrarnos en la magia pura, de la misma forma que el instinto rajaba el cuerpo para apropiarse de la materia pura.

El valor de la fantasmagoría parece cobrar una mayor importancia en el punto en el que la esperanza está a punto de desaparecer, según afirma Max Milner. Sin embargo, sea cual sea el resultado, en la fantasmagoría hay una importante proporción de placebo. El interés por ese sustituto óptico e inocuo consiste en una forma de colmar el vacío que surge por la frustración de la magia pura. El fantasma se crea mediante una percepción que funciona de la misma forma que el fetiche freudiano. La misma situación se da con la fotografía, el cine, la televisión… que son medios que se contentan con el doble juego de la creencia y no creencia, de instalar al nivel perceptivo una incertidumbre que está fabricada a partir de adhesión y negación simultáneas. Todas estas artes, son al mismo tiempo lugares y no lugares, caracterizados por la interposición de una pantalla en la que los signos no pueden permanecer.

Quizá es un poco pronto hablar de quitch en la fantasmagoría, pero la interposición de la pantalla (en la que se proyectaban la mayoría de los haces de luz, o en su defecto de un pared) es un gesto que conllevará a la mayor valoración de la copia que del original. La copia representa la accesibilidad de un original que es un mero lugar de paso. Presenta la seguridad de “aprisionar el aire”.

La introducción de esa pantalla, en la época de David, es la causa que lleva a la sustitución del concepto de bello por el de sublime. Al mismo tiempo, la proyección en la pantalla, como se ha dicho un poco más arriba, es una forma de afirmar y negar al mismo tiempo lo representado, es la esencia de la contradicción, por tanto es el lugar idóneo para el fantasma, cuya existencia no está demostrada físicamente pero el hombre necesita para poder vivir. De ahí que medios como el cine, el holograma, o la televisión se conviertan en el lugar idóneo para la creación de la fantasía moderna.

Pero si la fantasmagoría se caracteriza por la contradicción y los signos efímeros, estos rasgos son a su vez propios del reino de lo onírico. Colman el vacío que causa la pérdida de la esperanza (creencia) abriendo un espacio en el que reina la más absoluta penumbra, ratificando una nueva relación con la sublimidad representada en el claroscuro.

“Espectáculos ópticos y panoramas perforaban así, idénticamente, el muro de las apariencias y materializaban (tal era, a la vez, su fuerza y su debilidad) el poder que tiene el espíritu humano para proyectar dentro de sí mismo una escena en que su deseo se despliega sin encontrar los obstáculos que le opone la existencia cotidiana.” ⁿ

El camino de la fantasmagoría nos lleva ineludiblemente a lo fantástico. Lo fantástico se alimenta del deseo de rebasar los límites que circunscriben la existencia humana, aunado a la angustia de penetrar en un universo en el que el extranjero no encuentra las mismas regulaciones que en la vida real.

La conquista de lo fantástico se lleva a cabo gracias a los grandes avances de las técnicas ópticas en los siglos XVII, XVIII y XIX. Se abren constantemente nuevos caminos que conducen a ensanchar el campo de la percepción humana. Sin embargo, cuando estas aspiraciones de inspiración fantástica se sustentan en teorías o hipótesis científicas y no ponen en duda su racionalidad, las obras producidas son más propias del campo de la ciencia-ficción, aunque eso ya sea otra historia…

También gracias a estos avances de las técnicas ópticas, estas se situaron a la cabeza de las herramientas del conocimiento, lo que tuvo por consecuencia no sólo hacer de la fantasmagoría el instrumento por excelencia de un hiperconocimiento acechado sin cesar por la ilusión, si no también proponer al hombre una vía de escape de la temporalidad occidental. Ya que si el conocimiento perfecto es visión, o iluminación, el objeto del conocimiento será sin duda acercarse a la fuente de luz símbolo de lo intemporal.

Por el momento hemos hablado de la fantasmagoría como fenómeno óptico inherente al mundo de la fantasía; al mismo tiempo, lo fantástico se asocia directamente con lo imaginario y a su vez este es el reino de las imágenes. A lo largo de los años, se ha potenciado la aparición de sucesivas técnicas de representación, de hacer ver, y esto sitúa al objeto de la visión en un terreno en el que lo fantástico debería encontrarse necesariamente con él, y robarle los medios para satisfacer sus propios propósitos. Entre ellos encontramos intenciones como hacer aparecer al fantasma, sacarlo a la luz y transformarlo en objeto de seducción, fascinación y goce estético.

Este robo, pone de manifiesto que la imaginación es el dominio de las imágenes, como su propio nombre indica, pues las técnicas de autorrepresentación de estos fenómenos mentales que no podemos representarnos precisan de escenas, de cuadros, o de figuras presentes ante una especie de ojo interior.

Debido a este proceso, es natural que se haya dado la popularización de ciertos dispositivos ópticos que potencien o afinen la visión del ojo real, y que al mismo tiempo han condicionado el funcionamiento de dicho ojo metafórico. Pero volviendo a la concepción tradicional, la fantasía, no es elemento exclusivo de las tierras de la representación sino que, por supuesto, depende de las pulsiones humanas y de su inquietante relación con el universo de lo real.

El ojo del artista: Goethe entrevé una relación especial entre ambos ojos, real y metafórico, de forma que los fenómenos físicos del mundo real sean los que condicionen la existencia de este ojo metafórico en virtud del culto supremo que adjudica a la luz en su Tratado de los colores. Considera que el hombre no se sitúa ante un mundo que se le manifieste bajo las especies de la luz, como un receptor pasivo que se contentara con registrar los mensajes llegados de una fuente exterior. No sólo la luz y el espíritu son energías que se reparten, la una el mundo físico, la otra el mundo moral, sino que entre la luz externa y la interna hay un acuerdo profundo que remite a un origen. El ojo debe su existencia a la luz. A partir de órganos animales y secundarios la luz produce para sí misma un órgano que le sea semejante y así el ojo se forma por la luz y para la luz de forma que la luz interior venga a responder a la luz exterior.

En virtud de lo anterior diremos que el artista, uno de los más efectivos a la hora de traducir los mensajes de un ojo físico a un ojo moral, está realmente condicionado por las leyes de la óptica y la reflexión de los haces de luz. Parece que Goethe se deja influir por las teorías Lamarckistas al considerar que el constante uso de un órgano, potenciado por ciertas condiciones físicas, permite el desarrollo de este último y se transmite de generación en generación. Las teorías Lamarckistas tuvieron una gran influencia en todo el siglo XIX, precisamente porque se asocian con planteamientos propios del sentido común, lo que hace que pese a haber sido desbancadas por la selección natural de Darwin aún tengan influencia.

“En todo animal que no haya llegado al final de su desarrollo, el uso frecuente y sostenido de un órgano, lo fortifica, lo desarrolla lo agranda y le da una potencia proporcional a la duración de su uso. En cambio, la falta constante de uso de un órgano, lo debilita, lo deteriora, disminuye progresivamente sus facultades y acaba por hacerlo desaparecer.”

“Todo cambio adquirido en un órgano por un hábito de uso suficiente, se conserva y pasa a las otras generaciones si el cambio es común al macho y a la hembra.” □

Ya no es el uso de un órgano por necesidad, sino, el propio fenómeno físico que lo desencadena, el origen de una respuesta en el hombre. Si el fenómeno físico es el haz de luz y Dios, en esencia es luz para todo creyente, se entrevé un origen teológico en los planteamientos originales de Goethe.

Estos planteamientos de Lamarck para Paul Valéry tienen cierto sentido, aunque al principio nos parezca lo contrario. LLega a considerar las sensaciones que la luz produce en el ojo moral más importantes que las del ojo físico, hasta el punto de que a percepción de lo real está encaminada a engañar al ojo. Los objetos reales son más sugeridos que formados y así aparecen en la imaginación del hombre como fenómenos metales.

“El hombre vive y se mueve en lo que ve; pero no ve más que lo que ocupa su pensamiento” ¹

Según Paul Valéry todos estamos sujetos a un mismo sistema de colores, pero cada individuo los transformamos en relación a una convención propia, de tal modo que acaban por perder su sentido pues el recuerdo es capaz de sustituir a presente, tal es la atrofia de nuestro sistema perceptivo. Sin embargo, sólo el artista será capaz de sobreponerse al problema del color precisamente por el entrenamiento que realiza diariamente en su sistema perceptivo. Para él y sólo para él, lo que vio es lo que hoy ocupa su pensamiento.

Paul Valéry asocia a los ojos de los artistas una importancia inusitada:

“Berthe Morisot vivía en sus ojos grandes, cuya extraordinaria atención a su función, a su acto continuo, les daba ese aire extranjero, apartado, y que apartaba. Extranjero, es decir, extraño; pero singularmente extranjero –extraño, distante por presencia excesiva. No hay nada que dé ese aire ausente y distinto del mundo como ver el presente puro. No hay quizá nada más abstracto que lo que es.”¹

Valéry llegó a decir que la vastedad de los ojos de Berthe Morisot respiraba elección, pues pese a que su color verdadero era el verde, él mismo los imaginaba siempre negros. Negros incluso los había representado Manet, que era uno de los elegidos, que precisamente por su condición de artista recordaba la realidad exactamente como era. Realizó una elección, cuyas puertas se cierran a los no-artistas, para fijar toda la fuerza tenebrosa y magnética de la mirada de Berthe en ojos color azabache.

¿Por qué el negro? Acudí a la teoría estética de Adorno para poder explicármelo y encontré toda una idealidad en torno a este color, sobrevalorado por muchos. Se lo considera una forma de subsistencia en medio de lo tenebroso de la propia realidad (los ojos de Morisot) con la que las obras de arte tienen que equipararse para no caer en el consuelo. Representa un empobrecimiento electo encaminado a denunciar la pobreza superflua de la realidad del arte. Los “postulados de lo oscurecido”, como los denomina Adorno, son difamados como perversión por el hedonismo estético, que sobrevive a la constante catástrofe del arte establecida en Occidente. Reclaman el placer como constante resultado del arte, incluso en sus momentos más tenebrosos a lo que artistas como Manet se niegan con este gesto.

Representar los ojos negros es una forma de combatir la tomenta con el tifón y garantizar esta representación de lo tenebroso de la mirada. Se trata, en definitiva de no rehuir la aparición del espectro, por desagradable que pueda llegar a resultar, puesto que en estos ojos negros puede llegar a encontrarse la salvación del arte.

“La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Después de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.”¤


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